Clío (nombre derivado de la raíz griega “cantar” o “alabar”), es la musa inspiradora de la Historia y la Poesía Épica. Sus cantos rememoraban los tiempos pasados con el fin de glorificar grandes hazañas de la Humanidad, a la vez que servía de inspiración a los poetas para que sus textos transmitiesen ese legado heroico a las generaciones futuras. Normalmente se la representa coronada con una rama de laurel, portando el libro de Tucídides (historiador y militar ateniense, padre de la historiografía científica), una trompeta (como símbolo de la fama) y elementos alusivos a la persistencia de la Historia en todos los lugares y épocas mediante un globo terráqueo y objetos representativos de el Tiempo.
Aunque sus orígenes, número y genealogía son difusos, las Nueve Musas del Olimpo llegan a nuestros días, procedentes de la mitología griega, y aceptadas ya como hijas de Zeus, bajo el sobrenombre de “diosas inspiradoras de las artes”, inicialmente de la Poesía y la Música, también de la Danza, el Amor, la profecía, etc.
La figura de Flora, cuyo equivalente en la antigua Grecia era Cloris, procede de la mitología romana. Considerada diosa de las flores y por extensión, de jardines y de la primavera, llegó igualmente a vincularse con la fertilidad. En su honor se celebraba entre los meses de Abril y Mayo la Floralia, un evento festivo con el que se renovaba de manera simbólica el ciclo de la vida.
Recreación de Ligeia, protagonista del relato corto de Edgar Allan Poe (“Ligeia”, 1.838).
El personaje de Ligeia es entronizado, conjugando la belleza, el misterio y las ensoñaciones descritas por el narrador, al estilo de las “vírgenes sentadas” de la Pintura Flamenca del siglo XVI. El negro del soporte aparece visible por todas las zonas, como símbolo de la levedad de su imagen, de lo evanescente de un recuerdo o de una visión.
“(…) Para los ojos [de Ligeia] no tenemos modelos en la remota antigüedad. (…) Eran, creo, más grandes que los ojos comunes de nuestra raza (…) Su belleza -quizá la veía así mi imaginación ferviente- era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra (…). Los ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color. Sin embargo, lo «extraño» que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. (…) Cuántas veces, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento cabal de su expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin desaparecía por completo.
(…) Después del periodo en que la belleza de Ligeia penetró en mi espíritu, donde moraba como en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento semejante al que provocaban, dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas.
(…) De todas las mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión.”
(“Ligeia”. Edgar Allan Poe, 1838).
En la antigua mitología griega, Dánae (madre de Perseo) era hija de Eurídice y Acrisio (rey de de Argós) a quien la falta de hijos varones le llevó a consultar a un oráculo, llegándole así el vaticinio de que sería asesinado por un hijo de su hija. Ante esta respuesta, Acrisio manda recluir a Dánae en una cámara de bronce para evitar su embarazo, pero Zeus, transformado en lluvia de oro, penetra en la celda y la posee, unión de la que posteriormente nacerá Perseo.
Concebida para ser vista desde todas las direcciones, esta escena de Dánae y la transfiguración de Zeus en polvo de oro se recrea siguiendo la interpretación explícita y sensual que Gustav Klimt hizo de ella en 1.907. El cuerpo desnudo de la joven, al recibir la lluvia dorada, gravita encerrado en una orla que exhibe elementos alusivos a la sensualidad, la reclusión y la fertilidad.
Inspirado en el personaje de Ophelia (“Hamlet”. William Shakespeare, 1.603)
Privada del amor de Hamlet y tras la muerte de su padre, por error, a manos del propio príncipe de Dinamarca, Ophelia deambula desnortada por los alrededores del palacio, y es la reina quien anuncia que la joven alcanzó la rama de un sauce que crece junto al río:
«(…) Allí, mientras tejía fantásticas guirnaldas de ranúnculos, ortigas, margaritas (…) Allí, cuando trepaba para colgar en el árbol su corona silvestre, rompióse una rama pérfida, y cayó ella, y sus trofeos floridos en aquel arroyo de lágrimas. Extendidos sus ropajes en el agua, salía a flote cual sirena, y cantaba estrofas de antiguas canciones, inconsciente del peligro, o como hija del agua, acostumbrada a vivir en el propio elemento….».
El cuadro describe de forma metafórica el final de la joven: la rama del sauce se quiebra, Ophelia va a caer al río y ajena al peligro permanece sentada, casi levitando, abstraída en la elaboración de un collar deshecho; las flores se esparcen por el aire y el agua; el robín (petirrojo) revolotea; sus ropas empiezan a hundirse. Diversas alusiones al fatídico fin se pueden observar en el cruce de pies, desnudos, los lirios mitificados con el color del oro, y en el conjunto de tensiones creadas en torno a la figura sedente de la joven Ophelia.
En la mitología griega, Eco era una ninfa de la montaña extremadamente bella, locuaz y de voz seductora, cualidades que a menudo utilizaba para distraer la atención de la diosa Hera mientras Zeus, su marido, saciaba deseos con otras ninfas. Fue la propia diosa quien descubrió aquel ardid, haciendo caer sobre Eco el castigo que Ovidio relata en su «Metamorfosis» (libro III):
«… De esa lengua por la que he sido burlada, una potestad pequeña a ti se te dará y de la voz, brevísimo uso».
Desde entonces, la ninfa solo pudo usar su voz para repetir el final de los discursos ajenos y ante ello, avergonzada, decidió evitar el trato con sus semejantes ocultándose en la espesura de los bosques. Fue allí donde, sin ser vista, conoció el amor, al aparecer entre la fronda la figura de Narciso, aquel apuesto joven que despreciaba toda posibilidad de enamoramiento y de quien un augur vaticinó que tendría larga vida «… Si a sí no se conociera». Lo casual del encuentro, cuando por fin se produce, culmina en el desprecio del arrogante Narciso, a lo que ella responde recluyéndose en una gruta hasta desaparecer. Según la leyenda allí permanece la resonancia de su voz, así como sus huesos, convertidos en parte de la piedra sobre la que quedó postrada. A consecuencia de aquella afrenta, Narciso sufrió el castigo de enamorarse perdidamente de su propia imagen reflejada en el agua de un río:
«¿Por qué en vano unas apariencias fugaces coger intentas? Lo que buscas está en ninguna parte, lo que amas, vuélvete: lo pierdes. Ésa que ves, de una reverberada imagen, la sombra es: nada tiene ella de sí. Contigo llega y se queda, contigo se retirará si tú retirarte puedas»… De esta forma vivió Narciso el fin de sus días y, según concluye Ovidio, cuando sus hermanas fueron a darle sepultura, en vez del cuerpo yacente encontraron una flor de pétalos blancos, y amarillenta en su centro.
Jeanne Hébuterne (1898-1920) y el pintor Amedeo Modigliani (1884-1920) compartieron los últimos tres años de sus vidas. En ese corto periodo, marcado por la enfermedad de Amedeo, pero también por la febril inspiración que ella le produjo, la pareja de artistas hubo de sobreponerse a todo tipo de adversidades. Los acontecimientos aciagos de sus días últimos, sobre todo sus últimas horas, han dado no obstante un lustre y una autenticidad extrema a su relación de amor.
Vinculada a la canción “Lovesong” (The Cure, 1989), esta idealización de la Jeanne que convivió con Modigliani personifica su figura, cuya mirada y pose aluden a aquella complicidad íntima y verdadera, y la sitúa en una especie de limbo de oro decorado con abstracciones que simbolizan su amor, su pasión y su intensa creatividad.
En la Grecia antigua se vinculaban los dones de la naturaleza con la acción o presencia de alguna divinidad, de aquí que en los diversos parajes, especialmente en aquellos que al ser humano les proporcionase algún tipo de bondad, se intuyera el favor divino. Dentro del interminable listado de las ninfas (diosas menores de la mitología griega, asociadas a espacios naturales, como fuentes, ríos, bosques, etc.) se encuentran las Hamadríades, vigilantes y benefactoras de árboles concretos (tal es el caso de “Ptelea”, ninfa del olmo), cuyas cualidades y leyendas han dado lugar asimismo a infinidad de interpretaciones artísticas, tomándose como referentes las creencias de que fuesen moradoras de sus troncos, que se transfigurasen en los propios árboles (parcial o totalmente) o que fuese su espíritu quien los protegiese de la acción humana. En cualquier caso, siempre se les ha asignado el aspecto de jóvenes hermosas, encantadoras y sensuales, así como se las suele representar desnudas o con prendas ligeras.
Aunque sus orígenes, número y genealogía son difusos, las Nueve Musas del Olimpo llegan a nuestros días, procedentes de la mitología griega, y aceptadas ya como hijas de Zeus, bajo el sobrenombre de “diosas inspiradoras de las artes”, inicialmente de la Poesía y la Música, también de la Danza, el Amor, la profecía, etc.
La musa Talía (“la festiva”) es reconocida como inspiradora de la comedia y la poesía pastoril, de ahí que frecuentemente aparezca portando una máscara cómica, una vara de pastor, a veces también una corona de hiedra. De su carácter trasciende que fuese una joven noble, vivaracha y jovial.
“¡Quién me diera una musa de fuego que os transporte al cielo más brillante de la imaginación; príncipes por actores, un reino por teatro, y reyes que contemplen esta escena pomposa!”, (William Shakespeare, prólogo de “Enrique V”).
“Estas que me dictó rimas sonoras, culta sí, aunque bucólica. Talía” (Luis de Góngora, “Fábula de Polifemo y Galatea”).
De la serie “Rodin y yo” (variación de la “Danaide” de A. Rodin). Tributo a Camille Claudel. Vinculado a la “Gnossienne Nº. 3” de Erik Satie y al poema “Mujeres Condenadas” (I) de “Las Flores del Mal”, Charles Baudelaire.
Entre los mitos de la antigüedad se encuentra la figura de las Danaides, las cincuenta hijas de Danao, cuarenta y nueve de las cuales fueron condenadas a verter agua eternamente sobre un tonel sin fondo por haber dado muerte a sus maridos durante la noche de bodas.
Auguste Rodin abordó este tema incluyéndolo en su «Puerta del Infierno», de donde finalmente lo apartó (junto con «El Beso», y réplicas de otras tallas) por considerarlo él mismo «de excesivo relieve» y, seguramente, para darle mayor relevancia a una escultura que, además de reproducir el cuerpo de su compañera, modelo y amante Camille Claudel, fue creada en base a dos conceptos que quedan magistralmente expresados en su composición: el fluir descendente del agua y la desesperanza ante la inutilidad de esa labor. Rodin a la hora de concebir «La Puerta del Infierno», así como su bellísima «Danaide» (mármol, 1889), se inspiró en «La Divina Comedia» de Dante y en el poemario de Charles Baudelaire «Las Flores del Mal».
El cuadro retoma en parte la idea compositiva de Rodin de una joven reclinada, descendente, sobre un montículo de piedra. Aquí la figura viste un corto atuendo color púrpura (en la antigüedad el color de los condenados) y sostiene, tumbada, el cántaro por el que vierte el agua hacia una oquedad. El mármol devastado que origina esa embocadura, adopta la forma de espiral, signo de lo infinito, lo eterno.
CHARLES BAUDELAIRE: «MUJERES CONDENADAS» (I).
(«LAS FLORES DEL MAL», POEMA CXI):
Como un rebaño pensativo sobre la arena, tendidas,
Vuelven sus ojos hacia el horizonte de los mares,
Y sus pies se buscan y sus manos aunadas
Tienen dulces languideces y escalofríos amargos.
Las unas, corazones enamorados de largas confidencias,
En el fondo de los bosques, donde cotillean los arroyos,
Deletrean el amor de las infancias temerosas
Y cavan el tallo verde de los arbolillos.
Otras, como monjas, caminan lentas y graves
A través de las rocas llenas de apariciones
Donde San Antonio vio surgir como lavas
Los senos desnudos y purpúreos de sus tentaciones.
Las hay que al brillo de resinas goteantes
En el hueco mudo de los viejos antros paganos
Te llaman en auxilio de sus aullantes fiebres,
¡Oh, Baco, adormecedor de los remordimientos antiguos!
Y otras, cuyas gargantas lucen escapularios,
Que ocultan un látigo bajo sus largas vestimentas,
Mezclan, en el bosque sombrío y las noches solitarias,
La espuma del placer y las lágrimas de los tormentos.
Oh vírgenes, oh demonios, oh monstruos, oh mártires,
Grandes espíritus desdeñosos de la realidad,
Buscadoras de infinito, devotas y sátiras,
Unas veces repletas de gritos, otras veces rebosantes de llantos.
Vosotras a las que en vuestro infierno mi alma ha perseguido
Hermanas mías, os amo tanto como os compadezco
Por vuestras lúgubres penas, vuestra sed insaciable
Y las urnas de amor que llenan vuestros grandes corazones.
Inspirado en el aria “Canción a la Luna” de la ópera “Rusalka” (Antonín Dvorak, 1901):
La figura de Rusalka proviene de la mitología eslava y su leyenda aparece en cuentos de hadas muy antiguos. Se trata de un espíritu elemental que habita en lagos o ríos, perteneciente a un reino intermedio de la existencia y cuyo deseo es convertirse en ser humano para conocer el amor terrenal, aunque ello le suponga perder su valiosa inmortalidad. De esta leyenda surgió la ópera de Antonín Dvorak «Rusalka» (Praga, 1.901. Libreto de Jaroslav Kvapil) donde se incluye el aria que la protagonista eleva a la Luna, casi a modo de plegaria, después de que su padre, conocedor del enamoramiento que ella siente por un príncipe humano que viene a cazar cerca del lago, le advierta del sacrificio que le supondrá materializar ese amor.
El cuadro sitúa a Rusalka en las profundidades del lago, sentada sobre un sillón de oro adornado con símbolos universales. La luz lunar se filtra desde la superficie hacia ella “bañando” su cuerpo y su vestido. El cabello largo ondea como las algas. Sus párpados caen. Cruza las manos sobre el pecho y se dispone a confiar a la Luna sus peticiones:
«Luna que con tu luz iluminas todo desde las profundidades del cielo.
Luna que vagas por la superficie de la tierra, bañando con tu mirada el hogar de los hombres.
Luna, detente un momento y dime dónde se encuentra mi amor.
Dile, Luna plateada, que es mi brazo el que lo abraza,
para que se acuerde de mí, al menos un instante.
Búscalo por el vasto mundo, búscalo, y dile que lo espero aquí.
Y si soy yo con quien su alma sueña, que este pensamiento lo despierte….
Luna… ¡No te vayas!… ¡No te vayas, Luna!… ¡Luna! ¡No te vayas!»
“Canción a la Luna” (“Rusalka”, A. Dvorak).